titulo_columna

Bajo el volcán

Apenas es jueves y ya llenamos la agenda semanal de discusiones bizantinas: la cena y los invitados especiales en Palacio la noche del grito; la maligna y secreta conspiración de la fraternidad universal y anexas; los inquisidores de la 4T que si antes pedían felizmente que le cayera una bomba a Peña Nieto, ahora se santiguan escandalizados y se unen furiosos para llevar al quemadero de la nueva inquisición a una piloto que deseaba que cayera una bomba en el zócalo la noche del 15; las flamantes pipas antihuachicol en el desfile del 16 y para colmo, los peores disfraces en la historia de la humanidad, utilizados por el hombre más feliz, feliz, feliz de la 4T, Enrique Peña Nieto y por su novia en turno.

Como ya me saturé, retomo mi vocación de médium escribiente para hacer hablar a los muertos y contarles una historia extraordinaria que sucedió hace 500 años exactamente. Curiosamente, uno de los protagonistas sigue vivito y coleando como hace cinco siglos, y también le tocó presenciar cómo estaban en pie de guerra unos contra otros, pero sin Twitter ni redes sociales.

Cuando Hernán Cortés y sus hombres llegaron a Tlaxcala, entre el 18 y el 24 de septiembre de 1519, se sorprendieron al ver que el Popocatépetl era un volcán activo; la tierra se cimbraba y por momentos se veían los destellos, el fuego que salía del cráter y el humo que se elevaba por el cielo, según refiere Bernal Díaz del Castillo.

Diego de Ordaz, uno de los hombres de Cortés, le pidió autorización para ascender al volcán. Si tenía éxito podría confirmar que detrás del Popocatépetl se encontraba la mítica Tenochtitlán. Dos españoles más se unieron a la expedición, así como un grupo de indios que los acompañaron pero hasta donde se levantaba un adoratorio en las faldas del volcán, punto que ningún indígena se atrevía a cruzar para no enojar a los dioses.

Los tres españoles comenzaron el ascenso; conforme avanzaban sintieron que les faltaba oxígeno y respiraban con dificultad,

por si fuera poco, la temperatura bajó drásticamente —por entonces no se sabía nada de la presión atmosférica, faltaba poco más de un siglo para que los científicos llegaran a la conclusión de que el aire pesaba y estaba haciendo estragos en ellos.

Luego de varias horas de ascenso divisaron el cráter, pero detuvieron la marcha súbitamente porque una explosión los obligó a esconderse entre los pedregales. Ahí permanecieron largo rato, cuando Ordaz consideró que había pasado el peligro ordenó que continuaran pero sus compañeros no pudieron dar un paso más.

Ordaz ya se había aclimatado, estaba por alcanzar los 5 mil 426 metros de altitud que tenía el volcán y continuó solo. Llegó a la cima y se maravilló con lo que sus ojos vieron: un inmenso lago en el que se reflejaba el cielo y en el centro una ciudad que parecía flotar sobre las aguas. De inmediato supo que era la ciudad de la que todos los pueblos hablaban; la que le habían referido a Cortés desde que desembarcaron en Veracruz, la ciudad que los enviados de Moctezuma le habían dicho que no visitara, sobre la que pesaba el poderío de todo un imperio, era la legendaria México-Tenochtitlán.

Tenochtitlán existía, era magnífica pero ninguna descripción se acercaba siquiera a lo que vio Diego de Ordaz con sus propios ojos. Era el primer hombre en llegar a la cima del Popocatépetl y el primer europeo en mirar en todo su esplendor la capital del imperio mexica.

Días más tarde, Ordaz y sus hombres estaban de vuelta en Tlaxcala. Sus propios compañeros y los indígenas reconocieron su audacia —tiempo después el rey de España autorizó que en su escudo de armas incluyera el diseño del volcán.

Diego de Ordaz le narró a Cortés su hazaña y le dijo que había mirado “otro nuevo mundo de grandes poblaciones y torres, y un mar, y dentro de ella una ciudad muy grande edificada” —refiere Bernal—, y añadió que “venía espantado de lo que había visto”. Tenía razón, ninguna población, ni Cempoala, ni Tlaxcala, ni Cholula ni lo que había visto en Europa se acercaba siquiera a lo que era Tenochtitlán, un lugar que parecía que solo era posible que existiera entre sueños.