Los bancos islámicos se distinguen por seguir estrictamente los preceptos de la sharía, la ley islámica, que prohíbe la usura, es decir, el cobro o pago de intereses. Este enfoque contrasta con las prácticas de la banca tradicional, donde las tasas de interés son esenciales. En la banca islámica, las operaciones financieras se basan en la economía real y en principios éticos que buscan evitar el daño social.
En lugar de intereses, los bancos islámicos generan ingresos mediante modelos alternativos como el financiamiento compartido o acuerdos de reparto de beneficios. Por ejemplo, pueden invertir en proyectos empresariales y participar tanto de las ganancias como de las pérdidas. En el caso de préstamos hipotecarios, la institución puede comprar una vivienda y alquilarla al cliente hasta que este complete los pagos, o revenderla con un margen de beneficio previamente acordado.
Este sistema financiero no invierte en actividades consideradas dañinas según la sharía, como la producción de alcohol o el juego. Además, fomenta la cooperación mediante asociaciones en las que los riesgos y beneficios son compartidos entre las partes.
Aunque la banca islámica se consolidó en los años 70 con el auge del petróleo, hoy gestiona activos por más de 4.5 billones de dólares y tiene presencia en 77 países. Sin embargo, su expansión en América Latina enfrenta desafíos, como la falta de una población musulmana significativa y la necesidad de ajustes legislativos específicos. Aun así, países como México han mostrado interés en explorar productos financieros islámicos, como los sukuk, bonos conformes a la sharía.
Este modelo no solo busca alinearse con valores religiosos, sino también promover prácticas económicas éticas y sostenibles, atrayendo a inversionistas que comparten estos principios.