Walt Whitman escribió el poema ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán! en homenaje a Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, tras su asesinato en 1865. Este poema sirve como referencia cinematográfica a una de las películas que marcó el final de los ochenta y principios de los noventa: La sociedad de los poetas muertos. Este guion está inspirado en un profesor de literatura llamado Samuel Pickering, quien dio clases al guionista Tom Schulman durante su estancia en la academia Montgomery Bell de Tennessee. En la película, el personaje de Pickering es interpretado magistralmente por Robin Williams. La historia narra la vida de un maestro disruptivo en una escuela privada que defiende el lema: "tradición, honor, disciplina y excelencia". Este centro académico guardaba con mucho recelo las tradiciones, a tal grado que los maestros se habían convertido en seres rutinarios, acostumbrados al aprendizaje tradicional, a excepción del profesor de literatura John Keating, exalumno de la institución.
Y usted, lector, se preguntará: ¿qué tiene que ver esto con el derecho, la democracia y los temas electorales que aquí tratamos semana a semana? Es algo complejo que intentaré explicar a partir de esta narrativa, así como desde mi experiencia como docente en los últimos cinco años. Esto me ha llevado a reflexionar sobre uno de los más importantes problemas actuales en relación con la crisis del derecho, tanto para abogados como para estudiantes y el público en general.
En mi historia como estudiante de la Facultad de Derecho, me encontré con todo tipo de docentes: buenos, malos, laxos, estrictos, idealistas, jóvenes y mayores. En una cosmovisión propia del abogado, enseñaban prácticamente como ellos mismos habían aprendido, es decir, con resúmenes, lecturas, códigos, jurisprudencias y, en algunos casos, con herramientas tecnológicas. Sin embargo, el derecho y su enseñanza seguían siendo monótonos, estrictos e incluso obsoletos. Esto no debería sorprender, pero en mi etapa como docente me hace reflexionar sobre la paradoja de estudiar derecho y, más aún, el gran reto de enseñarlo.
Al igual que mis maestros, he tenido la fortuna de encontrarme con alumnos que comparten las mismas características, lo que supone un importante desafío para la enseñanza. Esto me lleva al dilema sobre el papel de la tecnología en la formación. El derecho no ha cambiado: sigue siendo rígido, tedioso, laberíntico, inexplicable e incluso ininteligible para muchos alumnos. Por ello, la labor docente, frente a las nuevas generaciones que han crecido con el sueño de ser abogados, se torna aún más compleja. Estas generaciones están influenciadas por millones de series estadounidenses (y ahora también coreanas) que presentan una idea totalmente errónea de la profesión. Cuando los estudiantes se enfrentan a un mar laberíntico de etapas procesales, es natural que muchos se desanimen. Sin embargo, con el tiempo, algunos terminan por encariñarse con la profesión.
Es una relación de amor y odio: una lucha de egos entre burócratas, tribunales y el glamour que, en realidad, solo aparece ante los clientes. En pleno verano, con temperaturas de 36 grados y vistiendo traje negro en las diligencias, el sueño se desvanece. Pero los alumnos, deseosos de esa vida, se aferran al derecho bajo la sombrilla de la utopía. Y es en medio de ese camino cuando aparece un destello de luz, y escuchamos: ¡Oh, capitán, mi capitán! Nuestro azaroso viaje ha terminado; el barco capeó los temporales, el premio que buscamos se ha ganado.
Ese maestro que con fervor defiende su materia, que ha triunfado en la rama del derecho y que, de manera modesta, vive del derecho triunfante, es quien inspira a los jóvenes aprendices. Es ese docente que demuestra que el sueño lejano de ser jurista es posible, aunque requiera un esfuerzo monumental. Y en esta vorágine de sentimientos, recordamos La sociedad de los poetas muertos, cuando el profesor Keating lleva a los jóvenes al salón que resguarda las memorias de la historia escolar. Allí, mientras contemplan las fotografías de sus predecesores, Keating susurra: “Carpe Diem”, que quiere decir “aprovecha el día”.
En la facultad de derecho hay un muro con la placa de los docentes que han marcado historia e influido en sus alumnos. Hace una semana se nos adelantó en el camino el ilustre y siempre alegre Laurencio Faz Arredondo (Q. E. P. D.), jurista, filósofo y poeta que hizo de la filosofía del derecho un deleite. Durante dos años de licenciatura, como maestro, influyó en mí como estudiante. Más tarde, en dos años de maestría, fue mi jefe en la división de posgrados. Su filosofía de disfrutar la vida me lleva a esta reflexión.
¿Cómo despertar el fuego interno de los alumnos? Tito Onofre, un importante filósofo del derecho, mencionó en una conversación que, para estudiar derecho, es necesario haber sufrido una injusticia o estar enojado con el sistema. Estoy de acuerdo. Podremos retroceder en la lucha de derechos en los sistemas académicos e, incluso, en los programas de enseñanza, pero los estudiantes han perdido el interés. Estudiar una carrera parece menos atractivo frente al camino fácil de volverse viral en redes sociales. Hoy en día, ¿quién espera triunfar siendo abogado, contador, administrador, psicólogo o filósofo? La fama espontánea en redes ofrece una vida de lujo aparente, pero, ¿qué mérito tiene? Poco a poco, los juristas se van apagando. Si los jóvenes no se atreven a pensar por sí mismos y a descubrir sus talentos, estamos condenados.
Sin embargo, aún creo que no todo está perdido. Aunque el derecho atraviesa una importante crisis en la vida pública, no podemos bajar los hombros. Es momento de subir al pupitre, como en La sociedad de los poetas muertos, y luchar de la mano de los juristas que se han ido apagando, para gritar al aire: ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!.