2 de octubre, no se olvida: A 54 años de la masacre de Tlatelolco, en 1968

Un día como hoy, hace 54 años, el ejército mexicano asesinó a decenas de personas en la Plaza de las tres Culturas, en Tlatelolco. Hoy se recuerda esta tragedia, para que nunca muera en la memoria de los mexicanos.

En la tarde escampó, después de un día de lluvias aciagas que parecían eternas. Era un octubre lluvioso en la Ciudad de México, y los nubarrones indecisos en el cielo presagiaban aguaceros fatídicos en el corazón de los capitalinos. Pero eso no impidió que los estudiantes se congregaran en la plaza, como mariposas arrastradas por el mismo viento de presagios en el que se percibía la inminencia de la tormenta. Algunos vestían de blanco, ondeaban pancartas de paz y disidencia; congregados en torno a las piedras húmedas de las ruinas prehispánicas, coronaban sus cabelleras desordenadas con diademas de flores. Habían llegado en contingentes desde Lázaro Cárdenas, desde Reforma y Manuel González, desde Flores Magón. La Torre Latinoamericana apenas era visible en el horizonte desdibujado por las nubes gordas de la tempestad que vendría en unas horas, y que ensombrecería la Plaza de las Tres Culturas a lo largo de aquella noche, y para siempre.

Pero en la Plaza, además de los estudiantes, había también obreros, trabajadores y grupos sindicalistas confiados en la esperanza de un futuro más próspero, séquitos de intelectuales, profesores y académicos que entablaban diálogos acalorados e infructíferos sobre las filosofías del movimiento estudiantil, los capitalismos voraces y las específicas condiciones latinoamericanas que el mesías miope de Marx nunca alcanzó a ver; transeúntes curiosos que no comprendían por qué estaban ahí y qué estaba pasando pero que se quedaron de todos modos, madres de familia con sus bolsas de mandado, vecinos del Edificio Chihuahua que desde sus ventanas atestiguaban las miles de cabezas minúsculas como un mar de vida desbordándose por la Plaza, y niños de todos los días que jugaban desorientados entre el estropicio de los manifestantes que bajo la tarde nublada declamaban los pliegos petitorios a través de sus megáfonos.

 Pero en Tlatelolco también estaba presente el Ejército. Un contingente de centinelas inmóviles apostados como gárgolas alrededor de las Tres Culturas, cientos de soldados con la mirada inflexible de los zopilotes, y que aferraban los rifles contra sus pechos del mismo modo que harían con un infante en el regazo. Dos días atrás, el 30 de septiembre, los militares habían abandonado las instalaciones de la Ciudad Universitaria de la UNAM, la cual ocuparon a lo largo de doce días de descrédito generalizado, bajo la sospecha de que en la máxima casa de estudios de México se estaba gestando la revolución socialista que instauraría a punta de pistola el régimen del comunismo.

Los soldados habían llegado a la UNAM el crepúsculo del 18 de septiembre buscando armas, documentos secretos, bosquejos de rebeliones minuciosas, y no encontraron más que una asamblea pacífica que recitaba versos de León Felipe, y universitarios atolondrados en la metafísica de la marihuana. No obstante, arrestaron a todos los que consideraban sospechosos, los encarcelaron en Lecumberri, y no se retiraron sino hasta que el Secretario de Gobernación, Luis Echeverría, dio la orden de desalojar doce días más tarde. La invasión intempestiva de la Ciudad Universitaria ocasionó que el Consejo Nacional de Huelga (CNH), como protesta, convocara a otra manifestación pacífica el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, y a su llamado acudieron los estudiantes, los obreros, los intelectuales, los curiosos, los transeúntes, las amas de casa y los niños que se congregaron bajo la explanada húmeda de la lluvia intermitente, y que con su sangre habrían de manchar para siempre a Tlatelolco.

¿Cuál fue el motivo del movimiento estudiantil de 1968?  

       1968 había sido un año tumultuoso, marcado por el descontento y la petición generalizada de un cambio estructural, cultural y económico. Era una necesidad internacional, un llamado de los pueblos: una revolución social, un cambio de pensamiento, un nuevo modo de vivir. Era un verano de desencantos, de guerras sin sentido y promesas fallidas, pero también de esperanzas infinitas que precipitaron a la juventud de todo el mundo en el abismo de las flores pisoteadas de lo que pudo ser. Las protestas contra la discriminación racial y el desprecio a la guerra de Vietnam en Estados Unidos, la experiencia del Mayo Francés y la Primavera de Praga en Europa, el auge del feminismo, la lucha LGBT y la liberación sexual implicaron una sacudida sísmica en el pensamiento de los adolescentes, que los obligó a replantearse desde la raíz todo aquello en lo habían creído desde siempre.

Fueron los jóvenes, los estudiantes, las mujeres, los obreros, las minorías racializadas, los gremios homosexuales quienes abanderaron los ideales de la disidencia, y que encontraron un sustento ideológico en las teorías de Marx, de Engels, y toda una escuela de pensadores cuyas ideas desencadenaron experiencias históricas tales como la Revolución Rusa y la Revolución Cubana. Miles de jóvenes tenían como ídolo religioso al Che Guevara, a Lenin, a Trotsky, y creían con el corazón en la mano que la experiencia socialista y los ideales del comunismo eran la solución para los problemas, las injusticias y las desigualdades sociales de América Latina.  

         México no se salvó de aquel verano de amores y desavenencias que sacudió el destino del mundo con sus legiones de adolescentes revoltosos, con su música de amor y paz, cabellos largos e higiene ocasional, con sus sexualidades libertinas y orgiásticas, con la fascinación por los psicodélicos y la marihuana, con su felicidad y esperanza sin límites, y con la represión subsecuente de las masacres multitudinarias y el amor acribillado a tiros de metralla. Si bien nuestro país tenía circunstancias específicas que lo diferenciaban del resto del continente, que a lo largo del siglo XX atravesó infinitas dictaduras militares y golpes de estado en sus naciones incipientes, en México la democracia jugaba un papel ornamental sin otra presencia más que la del discurso. Pero la represión era la misma, con un gobierno autoritario que le daba la espalda a su población civil en nombre de una oligarquía que respondía a intereses extranjeros, y con una fuerza pública que acallaba a tiros la menor insurrección.

¿Quién era el presidente de México en 1968?

Por casi cuatro décadas, desde que México se partió a la mitad con el desorden de la Revolución, un mismo partido había ostentado el poder del país entero, que se transmitía el poder con una lógica hereditaria: el PRI. En el sexenio que abarcaba el periodo de 1964 a 1970, quien llevaba la batuta del país era un hombre cuya presencia y figura pública contrastaban con su carácter autoritario y la severidad de sus determinaciones, y que había de pasar para siempre a la historia de México en los anales de la infamia. Era un hombre enjuto, óseo, con la mirada japonesa, y una sonrisa caracterizada por los enormes incisivos de equino. Tenía 57 años aquel verano de 1968, y vivía en el fuego cruzado de sus contradicciones: al mismo tiempo que regía al país con puño de hierro y criticaba la amoralidad de la juventud, escondía a muerte sus amores clandestinos con la entonces diva del cine mexicano, Irma Serrano.

Se llamaba Gustavo Díaz Ordaz Bolaños, y como un hombre de su tiempo, vivía con el miedo perpetuo del fantasma del comunismo sobre América Latina. En concreto, temía por la imagen pública de su sexenio, terror que veía retratado sin remedio en la amenaza de los movimientos estudiantiles que simpatizaban con las causas socialistas. Muchos de aquellos jóvenes, a pesar de sus propósitos sinceros, carecían de preparación política más allá de los reclamos sencillos de sus marchas multitudinarias, y no sabían por qué luchaban. Eran eso: jóvenes. Pero algunos de ellos, de tendencias más radicales, buscaban instaurar un gobierno comunista en México aún fuera con sus vidas, y ya no por medio de discursos, sino con el recurso de las armas.

Aquel año en particular nuestro país estaba ante los reflectores mundiales a causa de los Juegos Olímpicos, que se celebrarían, por supuesto, en México. Por un lado, la ceremonia representaba para Díaz Ordaz la oportunidad de demostrar que México era un país moderno, avanzado, En el otro frente, no había mejor ocasión que demostrar ante el mundo entero que el México verdadero era lo más distinto a lo que el presidente quería mostrar, y que el país estaba atravesado por sus injusticias, desigualdades sociales, la democracia de ornamento, y el autoritarismo del gobierno.

Había razones válidas para la paranoia de Díaz Ordaz. No sólo era presidente de México, sino que también respondía a una lógica mayor, al formar parte de una de las operaciones más secretas y selectivas de la Central de Inteligencia de los Estados Unidos, la CIA, bajo el nombre en clave de LITEMPO-2. Era parte del programa de espionaje y conjuras internacionales de Estados Unidos contra la Unión Soviética, y estaban convencidos de que el movimiento estudiantil mexicano era respaldado desde los inviernos sin fin de Moscú.

Mes tras mes, Díaz Ordaz y otros altos funcionarios del gobierno mexicano recibían dinero por parte de los norteamericanos. No era consecuencia de la casualidad, sino el resultado de un plan minucioso, ejecutado con una maestría silenciosa a lo largo de los años, y llevado a cabo por un hombre común y corriente, que tenía la habilidad de ganarse el corazón de los desconocidos desde el primer apretón de manos, que parecía ser el más amistoso en el mundo, y que no obstante, fue determinante en la masacre del 2 de octubre y en todas las decisiones que el gobierno mexicano tomó a lo largo de aquellos años. Se llamaba Winston Scott.

Había llegado al país doce años antes, durante el sexenio de López Mateos, y de acuerdo con el periodista Jefferson Morley, para los Estados Unidos Scott era el segundo hombre más importante en México después del mismo Díaz Ordaz. Scott se relacionó con figuras decisivas de las más altas esferas del poder mexicano, se volvió su amigo íntimo, y se convirtió, sin estorbarle a nadie, en el vigilante personal de la CIA en la Ciudad de México. Su maestría para relacionarse llegó a tal grado que el mismo presidente López Mateos fungió como padrino en el tercer matrimonio de Scott, ceremonia en la que también estuvo invitado Díaz Ordaz, años antes de que fuera presidente. Más tarde, Scott estrechó relaciones con otro personaje decisivo, y que con el tiempo ocuparía su respectivo cargo presidencial: Luis Echeverría.  

De ese modo se estableció un acuerdo que beneficiaba a ambas partes: Díaz Ordaz, convencido que el movimiento estudiantil era una conjura comunista que pretendía derrocar su gobierno, recibía todo el apoyo, inteligencia, tácticas de espionaje e insidias de la CIA, y Estados Unidos aseguraba su hegemonía intercontinental con un presidente al que tenían a su servicio. Desde que inició el verano de 1968 y los movimientos sociales afloraron en el país, las relaciones entre Díaz Ordaz y los estudiantes eran insostenibles, y cualquier intento de diálogo, infructífero.

El primer acto de guerra ocurrió la madrugada del 30 de julio de 1968, cuando el ejército arribó a la Preparatoria 1 de San Idelfonso, la cual estaba ocupada por los estudiantes. Al mando del general José Hernández Toledo, de un bazucazo los militares destruyeron la puerta colonial barroca de la fachada principal, labrada en el siglo XVIII y que había sobrevivido a las guerras de lndependencia, Reforma y Revolución, y donde, cien años antes, el presidente Benito Juárez había inaugurado la Escuela Nacional Preparatoria. Fue un uso innecesario de la fuerza. El conflicto se desató, dejando decenas de muertos y heridos. Fue la primera señal de alarma de lo que el gobierno era capaz de hacer, y que, en vez de amedrentar a los estudiantes, radicalizó sus posturas y los mandó a protestas innumerables en las calles de la Ciudad de México.

A partir de entonces se desataron las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y los mecanismos de espionaje, las torturas y fusilamientos clandestinos. No ayudaban tampoco los medios de comunicación masivos, controlados por el gobierno, y que desacreditaban cualquier acción del movimiento, dando a la población mexicana una idea tergiversada del mismo, al grado en que gran parte de la población civil se puso en contra de los estudiantes. Los periódicos, la radio y la televisión reproducían una y otra vez los mismos mensajes de Díaz Ordaz: que los estudiantes eran unos delincuentes, drogadictos, comunistas desestabilizadores, socialistas traidores a la patria, homosexuales contra natura o parias provenientes de familias disfuncionales. No obstante, recibieron la simpatía de otros grupos de disidencia: obreros, sindicalistas, profesores, intelectuales y amas de casa que luchaban por sus hijos.

 El movimiento fue creciendo, desbordándose en su contingente incontenible, incapaz de controlarse a sí mismo. Las buenas intenciones originales, los propósitos sinceros de los estudiantes, pronto fueron aprovechados por otros grupos que nada tenían que ver con el movimiento. No había acción, propuesta o plan de los estudiantes que no lo supiera ya la CIA, que a lo largo de aquellos meses había recabado información de los líderes estudiantiles, había grabado conversaciones telefónicas, y había asistido a las asambleas por medio de espías calificados que se hacían pasar por universitarios comunes y corrientes. Por otro lado, había la presencia de grupos desestabilizadores que respondían a sus propios intereses de violencia y caos, y de los cuales el propio rector de la UNAM, Javier Barrios, ya había advertido.

El movimiento tampoco se escapó de la mirada de los intelectuales mexicanos. Escritores tales como José Revueltas, Luis González de Alba y Carlos Monsiváis fueron algunos de sus más aguerridos militantes, mientras que Octavio Paz, a quien su posición lo ponía en un lugar difícil, tras la masacre se limitó a renunciar a su embajada en India, pero nunca dejó su papel como escritor insigne del PRI. Rosario Castellanos y José Emilio Pacheco dedicaron versos la tragedia, mientras que Elena Poniatowska recabó testimonios de lo acontecido. Por el otro lado, escritores como Agustín Yáñez, Elena Garro, Martín Luis Guzmán y el poeta Salvador Novo criticaron abiertamente el movimiento, y por medio de sus letras demostraron su apoyo incondicional a Díaz Ordaz.  

México estaba dividido. En medio de aquel maremoto de contradicciones e intereses contrapuestos, el 2 de agosto de 1968 se conformó el Consejo Nacional de Huelga, (CNH) conformado por la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional, la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, la Escuela Normal Superior, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de México, y universidades particulares y públicas del interior de la República. Como dato histórico de relevancia, la Universidad de Guadalajara no participó en el movimiento estudiantil de 1968, sino que lo criticó y desprestigió, al aliarse con el gobierno y en concreto con Luis Echeverría, que estaba casado con la hija de José Guadalupe Zuno, uno de los fundadores originales de la universidad en Jalisco. La Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), el grupo que entonces controlaba la casa de estudios, reprimió a los jóvenes tapatíos que pretendían enlistarse en el movimiento de la Ciudad de México. Así la FEG se ganó la protección y el respaldo absoluto del gobierno, al grado en que para la década de los 70 y 80 era una milicia temible y arbitraria que actuaba fuera de la ley, pero a las órdenes del PRI, y que sumió a Jalisco en el desorden de la Guerra Sucia.    

El CNH convocó marchas masivas en la Ciudad de México, a las que asistieron miles de estudiantes, bajo los gritos de “¡Libros sí, bayonetas no!”, “¡Libros sí, granaderos no!”, “Al hombre no se le doma, se le educa”, “Éstos son los agitadores: ignorancia, hambre y miseria” y “¡México, libertad! ¡México, libertad!”. No todas fueron manifestaciones pacíficas: tras las marchas quedó el saldo de autobuses en llamas, daños en el Centro Histórico, y decenas de detenidos y heridos. Una de las protestas más importantes fue la del 13 de agosto, en la que casi 400 mil personas llegaron al Zócalo, y fue cuando las autoridades comprendieron que esto ya no era un simple movimiento estudiantil, sino que ya tenía las características de una lucha popular con alcances más grandes.

 

Por El Universal