Por Cindy Palencia

Que se callen las guitarras, que hablen los altares: la inquisición potosina versión 2025

Lo que escandaliza no es la violencia, es el artista que no comulga.

En San Luis Potosí, cada vez que una guitarra distorsionada amenaza con sonar más fuerte que una homilía, la sotana tiembla. No por fe, sino por miedo. Miedo a que la música diga lo que ellos han callado durante siglos. El nuevo escándalo —porque siempre hay uno nuevo cuando el calendario avanza pero la moral sigue en siglo XIX— es la indignación de la Iglesia católica local ante la posible presentación de Marilyn Manson en la Fenapo 2025. El argumento: que promueve “actos del mal”.

Resulta tragicómico —como un sermón en latín leído a gritos por un cura que no entiende lo que recita— que la Iglesia arremeta contra un artista por su estética y sus letras, mientras guarda un silencio que ensordece ante músicos que glorifican la violencia real, esa que sí sangra, que sí mata, que sí manda coronas a los velorios. Los narcocorridos no sólo han pisado tierras potosinas, sino que han sido tratados como reyes. Junior H, Marca Registrada, Natanael Cano, Alfredo Olivas… la lista es larga y aplaudida. ¿Será que Dios también hace excepciones según la lista del Billboard?

No es la primera vez que el púlpito se impone al escenario. En 1989, San Luis Potosí canceló el concierto de Black Sabbath, episodio que habría marcado un parteaguas en la historia del rock nacional. La excusa fue la misma: que atentaba contra los valores. Lo que en verdad molestaba era la posibilidad de que la juventud pensara por sí misma, gritara distinto, y encontrara en la música algo más sincero que las amenazas del infierno. Treinta y seis años después, la historia se repite como una misa sin alma: las mismas frases, los mismos temores, el mismo intento por apagar la rebeldía con agua bendita.

Mientras la arquidiócesis redacta cartas al gobernador —como si las decisiones culturales de un estado moderno debieran pasar por el visto bueno de una autoridad espiritual—, la misma Iglesia ha guardado una piadosa discreción ante festivales y conciertos con letras que enaltecen la corrupción, el dinero fácil y la misoginia. El problema no es el contenido, sino la estética. Les duele el delineador, no la violencia. Les escandaliza el crucifijo invertido, no el cadáver en la cajuela. El mal, para ellos, sigue teniendo que vestir de negro y cantar con guturales para ser reconocido.

Datos curiosos sobran, y todos más indignantes que anecdóticos: el Multiforo Cultural Alicia (CDMX), símbolo de la resistencia artística y la autogestión, fue desalojado en 2025 con la presencia del Ejército. ¿El delito? Pensar diferente. En San Luis, artistas como Till Lindemann —de Rammstein, banda que ha hecho del metal industrial un himno al inconformismo— se han presentado en recintos públicos sin levantar la ceja episcopal. Pero claro, si la crítica no está de moda en TikTok, no merece condena. ¿O será que la Iglesia sólo ve lo que la incomoda superficialmente, y no lo que pudre a una generación desde adentro?

La música es, ha sido y seguirá siendo el último refugio de quienes no encuentran su voz en los discursos oficiales. No es casual que los regímenes autoritarios comiencen quemando libros y prohibiendo canciones. Porque la música cuestiona, incomoda, sacude. Y eso, para los que están acostumbrados a dictar sin ser discutidos, es intolerable. No se trata de ser fan de Marilyn Manson. Se trata de entender que cuando se empieza a censurar una expresión por parecer “incómoda”, lo siguiente será censurar cualquier pensamiento que no se arrodille.


Hoy es Manson, pero mañana puede ser un mural, un poema, una obra de teatro, una crónica, una consigna. La censura nunca se detiene en lo simbólico: avanza, se extiende, se normaliza. Y cuando menos lo pensamos, nos encontramos viviendo en un lugar donde el disenso ya no tiene espacio, donde la creatividad necesita permiso y donde la crítica solo es válida si no incomoda a los poderosos.

La pregunta que duele no es si Manson debe o no presentarse. La pregunta es: ¿por qué seguimos dejando que una institución —cuyos crímenes reales no son artísticos sino históricos— dicte qué puede o no escuchar una sociedad entera? ¿Quién nombró a la Iglesia curadora del alma colectiva cuando ni siquiera ha sabido curar sus propias heridas? En San Luis, la censura no viene de la ley, sino de la costumbre. Y la costumbre, cuando huele a incienso rancio y poder impune, es más peligrosa que cualquier estrofa satánica.

La verdadera blasfemia no está en una canción oscura, sino en seguir aplaudiendo la hipocresía con devoción ciega. En seguir permitiendo que los guardianes de la moral impongan su visión del mundo como única y sagrada. San Luis Potosí debe decidir si quiere ser una ciudad que le teme al pensamiento o una que lo abraza.