En fechas recientes, me decidí a salirme de la temática que representa esta columna porque inevitablemente he estado absorbido por el misticismo que representan los Juegos Olímpicos. Pero es que es inevitable la experiencia de alterar tus ciclos de sueño para ver un evento deportivo del cual desconoces completamente las reglas para darle ánimos a los representantes en dichas disciplinas de tu país.
Todos estos jóvenes, así como los atletas de los que se ha hablado en esta columna, han hecho sacrificios extra humanos para poder estar en Paris, portando la bandera tricolor y el escudo del águila en su pecho. De algunos podríamos ni siquiera comprender lo mucho que han dejado para cumplir sus sueños de ser reconocidos a nivel mundial en su disciplina deportiva.
Y nosotros ahí estamos, a las 2 de la mañana apoyando a cada uno de ellos, esperando ver nuestra bandera levantarse en lo alto de la arena y esperando la posibilidad de escuchar nuestro Himno Nacional como premio al haber ganado el oro.
Repito, no sabemos nada de las reglas, incluso nos sentimos expertos y consideramos que el trabajo de los nuestros ha sido mejor que el de los ganadores; sufrimos con ellos, nos emocionamos con ellos, nos esperanzamos de ellos, nos frustramos como ellos y celebramos con ellos. Los vemos dando su mejor esfuerzo ante las condiciones más adversas y contra los competidores más experimentados solo para llegar a la cúspide de su trabajo físico y mental, mientras a nosotros nos enorgullece verlos portar ese verde, blanco y rojo (o rosa) que tanto nos llena de orgullo.
¿Nuestro medallero está vacío? Pues déjenme decirles que no es fácil. Como bien dice Homero Simpson “No importa qué tan bueno seas, siempre habrá como un millón de personas mejores que tú”, y las justas olímpicas nos demuestran lo mucho que nos falta como deportistas y como aficionados para terminar en lo más alto de los podios, o si es que todo ese sacrificio se refleja en una presea de metal. No es fácil ir sin apoyo de tu país, sin dinero, exhausto por la preparación, clasificar, ganar torneos para ser invitado, manejar la presión, controlar los nervios, contener la frustración, caerse e intentarlo cientos, miles, millones de veces todos los días, todas las semanas, año tras año.
Sin importar el resultado, hay que sentirse orgullosos de que nuestros atletas están ahí. Sentir esa emoción que cada uno de los 109 atletas que están representándonos siente cuando es llamado su nombre para competir. Ojalá pudiéramos ganarlas todas, pero nos falta para llegar a esos niveles, Y ojalá pudiéramos voltear a ver estas disciplinas y a estos atletas en vez de enfocar toda nuestra admiración en uno que evidentemente no es más que un negocio.
Ahora… por otro lado…