“La técnica legislativa constituye el arte de legislar clara y eficazmente”, García-Escudero.
Hablar de legislar podría parecer una exquisitez reservada para los estudiosos del Derecho que buscan complementar su formación con una mejora sustantiva del funcionamiento normativo y su aplicación. Sin embargo, legislar implica una condición, una vocación y un deseo profundo de mejorar aquello que está contenido en la norma, de tal manera que quienes la usamos podamos hacerlo con empatía y soltura. Es cierto: las leyes, a menudo, parecen estar hechas para no ser entendidas. Sin esa condición, no habría abogados. Pero como siempre lo he sostenido, no es lo mismo ser abogado que licenciado en Derecho, y esta diferencia tiene implicaciones profundas. De ahí parte la reflexión de esta columna.
La técnica legislativa no solo debe encargarse de redactar reglas o directrices para mejorar la calidad individual de las leyes. También es crucial que dichas normas contribuyan a estructurar y mantener la coherencia del sistema normativo en su conjunto. Para algunos legisladores, redactar una ley —ya sea de autoría propia o como resultado de propuestas ajenas— debería ser un motivo de orgullo y dedicación. No se trata de legislar por legislar. Como todo, tiene su ciencia. No se hacen leyes solo por hacerlas.
En el ánimo transformador del "cuatroteísmo", e incluso en un intento por acaparar reflectores, hemos visto a legisladores usar la tribuna para exponer ideas que sorprenden a cualquiera que haya pasado por la Facultad de Derecho. Y lo digo con conocimiento de causa: de ahí salí yo, al igual que muchos de mis amigos.
Me sorprende que aquellos que durante la carrera destacaron con buenas calificaciones y aspiraciones académicas, ahora contradicen lo que alguna vez defendieron. Y otros, como yo, que construimos un promedio decente y hemos sido críticos del Derecho, no dejamos de preguntarnos: ¿por qué legislar sin profundidad? Al diputado no se le recuerda por cuántas iniciativas presentó, sino por el legado que dejó en beneficio de la ciudadanía.
En ese sentido, me resulta extraño que mi estimado Carlos Arreola —compañero de generación en la Facultad—, en su afán por sumar a la causa morenista, haya dejado tantos hilos sueltos en la reforma judicial. Basta revisar las modificaciones a la Constitución, a la Ley Electoral y a los requisitos de calificación que fueron plasmados en la Constitución local. Tales cambios generaron un caos interpretativo que hasta hoy el Tribunal no ha logrado resolver. Serán ellos quienes corrijan el error legislativo. Pero el punto no es esa reforma, sino lo que viene.
Carlos y yo compartimos nuestros primeros años laborales en el Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana, en las consejerías electorales. Recibimos la misma formación, tomamos las mismas clases, aunque nuestros caminos se bifurcaron. Tal vez por eso, me confunde que "Arreola el Transformador" proponga regresar a un esquema en el que los consejeros electorales eran designados por el Ejecutivo estatal. Esto supone un retroceso a tiempos previos a la reforma que dio origen al primer organismo electoral ciudadano del país.
Me preocupa la soltura con la que se plantea modificar la esencia ciudadana del proceso electoral local, del cual fuimos parte. Esta propuesta, alineada con la línea nacional de Morena, me parece desproporcionada. Y aunque reconozco que en el CEEPAC existen prácticas cuestionables —nepotismo, corrupción y redes de poder—, esa no es la manera de combatirlas.
Si en verdad vamos a entrar en un proceso de reforma, debemos escuchar todas las voces. Se necesita un foro abierto y crítico que analice las necesidades reales del Consejo Electoral. No una medida populista para dar la estocada final al sistema electoral local.
En esta ocasión, el legislador Arreola Mallol debe apegarse más a las necesidades de quienes son usuarios reales de la ley electoral. No se puede pensar que esta materia solo tiene importancia cada tres años. Cada proceso es distinto y, en cada uno, los más perjudicados suelen ser los propios candidatos. Es cierto que tenemos un modelo desgastado, erosionado por personajes y prácticas políticas, pero reformarlo exige conciencia y no improvisación.
Apelo a que esta propuesta electoral no se trate con la misma ligereza con la que se abordó la reforma judicial. Porque no se puede legislar copiando y pegando. Si ese fuera el caso, ¿para qué tenemos a un director del Instituto de Investigaciones Legislativas con tantos grados académicos? ¿Para qué tantos asesores parlamentarios si, en esencia, seguimos legislando con errores y omisiones que derivan en malas copias de otras legislaciones?
Antes de legislar, habría que preguntarse si regresar al viejo modelo de designación local de consejeros es realmente la mejor opción. ¿Servirá para acabar con las camarillas que han convertido al Consejo en moneda de cambio para acceder a otros cargos? ¿O lo estamos usando como agencia de colocación?
Yo llamo a la cordura en esta reforma. Entiendo las circunstancias políticas. Al final, los electoralistas jugamos con las reglas que nos imponen. Pero este juego tiene daños colaterales que deben analizarse más allá de los “calores políticos”. La verdadera pregunta que el legislador debe hacerse es: ¿qué le dejo a las futuras generaciones en materia de derechos electorales?
La historia cambia. Quienes hoy tienen el poder, mañana lo pueden perder. No olvidemos que quienes hace años luchaban por espacios de participación hoy los controlan. Y que el Consejo, al cumplir 33 años de existencia, merece un futuro digno, no un final trágico por una decisión política mal pensada.