Ante la posible sucesión en el Vaticano tras la muerte del papa Francisco, vuelve a surgir una pregunta que muchas personas se hacen: ¿por qué nunca ha habido una mujer como líder de la Iglesia Católica? La respuesta está profundamente arraigada en la historia, la doctrina y las leyes canónicas de esta institución religiosa con más de dos mil años de antigüedad.
La figura del papa es una de las más influyentes en el mundo, no solo por su liderazgo espiritual, sino también por su peso político como jefe de Estado del Vaticano. Desde sus orígenes, este papel ha sido exclusivo para hombres. Según el Código de Derecho Canónico, uno de los requisitos para convertirse en papa es haber sido ordenado obispo, lo cual implica, primero, haber sido sacerdote. La Iglesia Católica, sin embargo, no permite que las mujeres accedan al sacerdocio.
Esta postura ha sido reafirmada por documentos oficiales como la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis, emitida por Juan Pablo II en 1994, donde se establece que la Iglesia no tiene autoridad para ordenar mujeres. La decisión se basa en la tradición apostólica y el principio teológico de que solo un hombre puede actuar in persona Christi —en la persona de Cristo— durante los sacramentos.
A lo largo del tiempo ha circulado la leyenda de la Papisa Juana, una mujer que supuestamente se disfrazó de hombre y fue elegida papa en el siglo IX. Aunque esta historia ha sido popular, carece de fundamentos históricos y ha sido desmentida por estudiosos y el propio Vaticano.
Pese a estas restricciones, las mujeres han tenido un papel relevante en la historia del cristianismo como mártires, teólogas, fundadoras de órdenes religiosas y monjas. Algunas incluso han sido reconocidas como Doctoras de la Iglesia. No obstante, hasta ahora, la posibilidad de que una mujer llegue al papado sigue siendo un tema vetado, a menos que el próximo pontífice decida abrir el camino a una reforma histórica.